jueves, 28 de febrero de 2013

MILCIADES AREVALO



EL GRAN ESCRITOR COLOMBIANO MILCIDES AREVALO, INVITADO AL VI ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POESIA"VALLE DE IRAKA", MAYO 2,3,4 Y 5 DE MAYO DE 2013 EN FIRAVITOBA, IZA, CUITIVA, TOTA Y SOGAMOSO, POR CONVOCATORIA DE LA FUNDACION "CASA DEL SOL". SE ESPERA CON ESPECTATIVA SUS DISERTACIONES, POR EL ESCEPCIONAL CONOCIMIENTO QUE POSEE DE LA LITERATURA COLOMBIANA Y MUNDIAL Y SOBRE TODO POR SER UN BRILLANTE ESCRITOR.







Milciades Arévalo y su “Puesto de Combate”

Entrevistado por Roberto Montes Mathieu, Milciades hace un recuento de 38 años dedicados a La difusión cultural desde su revista “Puesto de combate”.





38 AÑOS DE DIFUSIÓN CULTURAL
ROBERTO MONTES MATHIEU


Desde la publicación en los años veinte de la revista La Novela Semanal del dramaturgo bogotano Luis Enrique Osorio, que publicó a los escritores costeños de principios de siglo, ninguna otra publicación del interior del interior del país se había ocupado de nuestros autores hasta que apareció Puesto de Combate, del narrador zipaquireño Milcíades Arévalo*. En 38 años, desde su fundación, sus páginas han difundido cuentos, poesías, ensayos, entrevistas y reseñas de escritores de la región Caribe. Con esta entrevista Magazín del Caribe hace un reconocimiento a la magnífica labor del amigo y escritor Milcíades Arévalo.
Milcíades Arévalo
Milcíades Arévalo
Roberto Montes Matiheu- ¿Cómo y cuándo apareció Puesto de Combate?
Milcíades Arévalo: Desde muy joven me fui de la casa y empecé a navegar. En uno de los barcos, conocí al capitán Ariel Canzani, un poeta argentino que al puerto que llegara, procuraba ponerse en contacto con los poetas de allí, para publicarlos en su revista de poesía Cormorán y Delfín. Yo le prometí que cuando volviera a tierra haría una revista similar. Viví muchos años en la costa y al regresar  a Bogotá, trabajé con la revista Nadaismo 70 como corrector y conocí a casi todos los nadaistas; allí publiqué mi primer texto, con seudónimo, naturalmente. En esa época era muy difícil  que cualquier principiante publicara en los periódicos y casi todas las revistas eran contestatarias, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego.  Fue así como en 1972, apareció la primera entrega de Puesto de Combate. Se llamó así porque Puesto era un lugar, especialmente para los que comenzaban a hacer sus primeros pinitos en la literatura, y Combate, porque el combate era con las palabras. Comencé sacando 4 entregas al año con mil ejemplares, después dos y finalmente las que se puedan hacer, dado que no hay quien apoye a estas revistas, mucho menos con un nombre contestatario como el nuestro, donde  lo único que pedimos   y hacemos es darle un espacio a la imaginación.

RMM– ¿Ha contado con alguna ayuda oficial?
MA–Cuando funcionaba Colcultura me gané una Beca, que me la pagaron con tanta dificultad que no me sirvió de nada. Por tanta  demora y tramitología se me complicó la vida. Desde entonces me cansé de pasar proyectos, de pedir ayuda, tanto que hoy en día la revista  prácticamente vive de milagro.

RMM– ¿Llegar al No. 75 y dar a conocer por casi 38 años a tantos escritores y poetas tiene algún sentido en este país?
MA– ¡No! En este país no tenemos historia, ni memoria, ni mucho menos  apoyo para los que creemos en la verdadera literatura, no en esa de farándula y aeropuertos sino en la que se crea cada día, en cada pueblo, en cada rincón del país. Muchos de los escritores y poetas  colombianos que han venido a enriquecer nuestra literatura, se dieron a conocer a través de las páginas de Puesto de Combate. Sería  injusto de su parte no reconocer que fui yo quien primero  creyó en ellos.
  

 RMM –¿Al frente de la revista ha estado siempre el mismo grupo directivo o ha variado con los años?
MA–Ha colaborado varia gente bella,  Yamil Tannus, Omar Morales Benítez, Fernando Hernández Vélez y otros. Unos han llegado con expectativas financieras y otros con su capacidad intelectual, nada más. Como grupo nunca hemos existido. Yo he sido el que finalmente  me he encargado de que el producto exista, se conozca, se divulgue, se lea y se comente.

RMM –Los escritores que han publicado en Puesto de Combate son de todo el país, ¿Cómo han logrado esto?
MA–Siempre he creído en la Sociedad de la Imaginación,  en esa sociedad  anónima de escritores y poetas que hay en el país, y también en la capacidad de convocatoria que tiene radio bemba. ¿A quién no le interesa publicar en un medio  donde lo único que importa es la calidad del texto en sí y  no sus abolengos, sus recomendaciones, la cantidad de premios acumulados, los libros publicados, las conferencias dictadas, los seminarios a los que han asistido, los títulos obtenidos, el perfil económico, el partido político, la moral  y toda esa cantidad de cháchara que exigen los medios para publicar cualquier pinche texto?  Por eso es que en este país hay más publicistas de la literatura que escritores.

RMM–Creo que todos los escritores costeños posteriores a García Márquez han tenido cabida en Puesto de Combate, ¿tiene algún vínculo con la región Caribe?
MA–Al comienzo dije que lo primero que hice al salir de mi casa fui irme a navegar. Después regresé y viví  en la costa hasta el año 1967. Recorrí toda su geografía vendiendo libros, cacharros, prendas de mujer, collares de fantasía… Todo el paisaje, su gente, su alegría,  sus pueblos me invitaban a la poesía. Por eso no es extraño que, si no puedo recibirlos a todos en mi casa, les abro las páginas de una revista donde puedan publicar sus fantasías. Lo mismo hago con gente de otras regiones. Vivo enamorado de todo cuanto he conocido. La envidia pasa por debajo de mis narices sin hacerme daño. ¿Por qué habrían de envidiarme si yo no hice el mundo? Solo trato de sostener una revista lo mejor que puedo, sin vanagloriarme de mis glorias asombrosas.

RMM–¿Qué proyectos tienes para Puesto de Combate?
MA–Muchos y ninguno. Que la vida me alcance para llegar al No. 80. Publicar una selección de cuentos y otra de poesía. Publicar algunos de los libros que he escrito. Seguir buceando en la biblioteca de mis escritores amados. Hacerle un homenaje a los que creyeron en ese sueño llamado Puesto de Combate, y si nada de esto puedo hacer, seguiré llamándome Milcíades Arévalo, un ser con todos los defectos y virtudes que le dio la vida.


*MILCÍADES ARÉVALO.  Nació en El Cruce de los Vientos (Zipaquirá, 1943). Periodista cultural, fotógrafo, narrador, dramaturgo,  editor y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972.  Entre sus libros publicados  se destacan: A la orilla del trópico (Relatos, 1978),  Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la Adoración (Relatos, 1988- Reeditada por la Universidad Autónoma de Bucaramanga, 2004)), Inventario de Invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la Ducha (Novela, 2001), Manzanitas verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009).  Tiene varios libros inéditos, entre ellos: El Jardín Subterráneo (Teatro)  Las otras muertes (cuentos),  Galería de la memoria (ensayos), La Loca poesía (Antología), El caballo del viento y la muchacha desnuda (Relatos Medievales),  La Lío y otras mujeres (Guión)  y El oficio de la escritura (Entrevistas a escritores y poetas). Sus cuentos, crónicas, entrevistas  y ensayos figuran publicadas en diferentes medios: Periódicos de Colombia: El Tiempo, El Espectador, El Heraldo, Vanguardia Liberal, La Patria,  El País, El Universal, La Prensa, etc. Revistas: Puro Cuento (Argentina), dirigida por Mempo Giardinelli; Casa de las Américas (Cuba) dirigida por Roberto Fernández Retamar, Plural de México, El cuento de México y en las antologías: Colombie a chuer ouvert, anthologie de la nouvelle latino-americaine (Francia) de Olver Gilberto de León;  Racconti dal mundo (Italia) de Danilo Manera y La otra revista  (México).

Jurado de cuento, novela, teatro y poesía en más de cien eventos de esta naturaleza, y especialmente en los concursos de cuento: Ciudad de Barrancabermeja, Universidad Central, Secretaria de Cultura de Neiva, Secretaria de Cultura, Recreación y Deportes de Bogotá (SCRDB).

Ha participado en diferentes encuentros, entre otros: "Conmemoración de los 10 años de la muerte de Pablo Neruda", Universidad Autónoma de Santo Domingo (República Dominicana, 1983); "Viaje por la Literatura Colombiana", realizado por el Banco de la República (1984); "Primer Encuentro Iberoamericano de Teatro" (Madrid, 1985), con presentación de su obra "EL JARDÍN SUBTERRÁNEO" en Madrid, Granada, Palma de Mallorca, Toledo. Realizador del 1o, 2º y 3º "Encuentro de Revistas y Suplementos Literarios" en la Feria del Libro de Bogotá, durante los años 1988, 1989 y 1990. "Primer Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe", invitado por Casa de las Américas (La Habana-Cuba, 1989).    Durante su vida ha sido marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y dramaturgo. Estudió  Español y Literatura, pero se considera autodidacta por naturaleza. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia 


Milcíades Arévalo

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  • 10 octubre 2011
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    Dos Cuentos Eróticos2
    LAS ÚLTIMAS ALEGRÍAS
    "¡Tú y tu miserable maquinita de escribir!
    ¡Tú y tus miserables cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!"
     Charles Bukowski


    Me disponía a comenzar las labores  del día cuando de pronto se abrió la puerta y entró la esposa de don Hiparco. La luz mortecina que se asomaba por la ventana la hacía  ver más luminosa que cientos de bombillos de magnesio. El día de por sí era bastante lluvioso como para que doña Julietta entrara  a   mi oficina a pintarse los labios.
       
    —Dentro de poco escampa —le insinué.  En vez de comprobar si era cierto, se sentó  en el escritorio,  encima  de la foto de Rimbaud que yo tenía debajo del vidrio. Trató de acomodarse mejor, pero  estiró las piernas más allá de lo acostumbrado y se le cayó un zapato. Me tiré al piso  y se lo alcancé. 
       
    —No seas tímido, muchacho... —susurró y estiró el pie. 
       
    Cuando uno está haciendo parte del engranaje laboral, inconscientemente termina por  aceptar todo lo que le ordenan para evitarse disgustos. Con delicadeza le levanté la falda, le ajusté las medias y le calcé el zapato. No dijo nada. La besé.... Cuando estaba a punto de derretirse se recostó  sobre el vidrio y comenzó a menearse de tal modo que empezaron a moverse las sillas, el escritorio, los archivadores, el edificio, la ciudad entera. Por un momento pensé que por la ventana había entrado un rinoceronte, que  don Hiparco me había dado un garrotazo en la nuca, que los empleados de la empresa me  aplaudían a rabiar; nada de eso era cierto:
      
    —¡Pucha! ¡Se cayó el computador! —grité angustiado.
       
    Doña Julietta se bajó del escritorio, se subió  los calzones,  se abrochó el liguero y alisó la falda como si no hubiera pasado nada.  Sin embargo tuve la entereza de manifestarle que con sus nalgas me había arrugado la foto  Rimbaud.
       
    —¿Es tu hijo? —me preguntó  displicente.
       
    —Es mi santo, mi pana, mi verdadero patrón —le dije con rencor.
       
    —Parece un gamín —dijo displicente.
       
    Me sentí humillado como un pobre, mucho más cuando me pidió que la acompañara  al parqueadero y tuve que ponerme el abrigo. Al ver las hilachas que le colgaban, se  quedó mirándome como si por primera vez se diera cuenta de que yo también era humano.
      
    —Te voy a regalar un abrigo y un paraguas que Hiparco ya no usa.     
       
    —¿Cómo voy a pagarle tanta bondad, doña Julietta? —le pregunté ansioso.    
       
    —Tú sabes, muchacho... -dijo levantando el brazo como un mecánico. Se subió al auto  y salió del parqueadero  haciendo chirriar las llantas contra el pavimento bañado por la lluvia.
       
    Siempre había deseado tener un auténtico abrigo de piel de camello como el de  Jean Baptiste Clemence, el personaje central de La Caída, para deslumbrar a todo el que se atravesara en el camino.  Cuando Usina me viera luciendo tan exquisita prenda traída directamente de París, de seguro dejaría  de tratarme como si yo fuera una mascota. Frecuentemente me vaticinaba un porvenir triste: "—Algún día terminarás por ahí como una mascota sin dueño".
      
    El camino que recorrí en compañía de mi perro, fue el de un niño que soñaba que todo lo que veía era mío. Ese fue mi fracaso, soñar lo que no debía. De mis fracasos se han alegrado muchos ¡Y de qué modo!  A los muchos obstáculos que me impidieron triunfar en la vida, debo sumar el torso deforme, la pierna torcida,  la lengua biforme y la miopía. No era un galán en modo alguno, pero era vibrátil y candente como una varilla de cadmio. Odiaba las órdenes,  los horarios, los reglamentos  y todo porque quería que me amaran.
       
    Usina era mi novia, pero no lo parecía. Tenía sus sueños,  sus celos, sus temores, pero me echaba la culpa de todas sus desgracias. Usina era un ángel y un demonio también. Me decía palabras de amor y era cruel todas las veces que quería. A veces me chupaba como a una banana en almíbar y otras veces ni siquiera me daba un beso al despedirse. Usina era de seda cuando estaba vestida y de fuego cuando estaba desnuda. "Rica, riquita, dulce de manzanita". Yo la besaba por todas partes, no oyendo sino su risa, sus gemidos de felicidad, sus espasmos de dicha y le hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación. Le aplicaba los labios insectamente al estilo Bogart  y le mordía el cuello, las teticas, las nalgas, el lomo, la cerviz, el morro. Los días eran azules  y las noches de amor.
       
    Usina se fumaba todos los tabacos  que le pusieran por delante y muchos más. Como vivía fumando a toda hora, una noche quise darle una sorpresa. Me puse el abrigo, compré  una paca de tabacos y fui a llevársela. Golpeé delicadamente  en la puerta de su casa, para que los vecinos de la cuadra no  asomaran su testa por entre los barrotes de sus jaulas y comenzaran a murmurar lo indecible. Sucedió todo lo contrario.  En pocos segundos la calle se llenó de curiosos. Unas mujeres horribles dijeron que era muy tarde para que un caballero tan elegante fuera a hacerle visitas a una vagabunda. Otras opinaron que no había que creer en las apariencias, que tal vez lo que yo quería era robarme a alguna de sus niñas y fueron  a traer piedras y palos. Sólo entonces Usina abrió la puerta, somnolienta y desnuda. Me recibió los tabacos y me cerró la puerta en las narices. Si al menos me hubiera dado un miserable beso delante de la turba enardecida, yo me habría sentido feliz...
       
    Lo peor que pudo ocurrirme con el abrigo sucedió  el domingo siguiente en el parque. El día era tan radiante y soleado que parecía de colores. Tendí el abrigo sobre la grama y me quedé mirando las nubes, pensando en la cara que pondría Usina cuando viera mi abrigo dispuesto de manera  que ningún curioso pudiera chuzarle las nalgas. 
       
    Un agente del orden acertó a pasar por el lugar haciéndole arrumacos a una enana regordeta. No resistió las ganas de demostrarle para qué servía la autoridad que llevaba al cinto. Se  me vino encima, sacó el revólver y me apuntó como a un vulgar ladrón: —"¿Dónde  se lo robó?" --me preguntó calculando  el valor  del abrigo.  No me inmuté.  —"¿Dónde se lo robó?" -insistió autoritario. Herido en lo más profundo de mi orgullo reviré ofendido: —"¡Soy un ciudadano ejemplar!" Le mostré el carné de la empresa, los papeles de identidad, las recomendaciones de buena conducta, el certificado judicial. —"Su honestidad me importa un culo" -dijo. Estábamos en el tira y afloje de las grandes decisiones cuando llegó Usina con un girasol en la mano. Al ver tanta belleza junta, el agente del orden aprovechó la ocasión para esfumarse por los senderos del parque con mi abrigo y su enana regordeta.

    —Era un abrigo muy fino -le expliqué.

    —No te preocupes, amorcito. Mañana mismo te compras otro.
       
    Suspiré hondo.
      
    —Un abrigo de piel de camello cuesta un platal. 

    —¿Un platal? No quiero que mi amor te cause daño, pero  ¿de qué vamos a vivir cuando nos casemos? ¿De un miserable salario? —me inquirió rabiosa.
       
    —Mi amor,  es  cierto que no me pagan lo que valgo, que nunca tengo suficiente dinero para  tus tabacos, que perdí el abrigo por discutir con la ley,  pero de hoy en adelante seré el mejor —le prometí. Al día siguiente  entré a la oficina de don Hiparco a pedirle me aumentara el  sueldo.
      
    —¿Qué sabe de poesía? -me preguntó dejando en vilo mi solicitud. En sus ratos de ocio le gustaba escribir alejandrinos, que dominicalmente publicaba en los periódicos.
       
    —He leído algunos sonetos  nada más -le respondí inquieto.
       
    Puso en mis manos una revista en la que estaba subrayado el verso de un poeta de las nuevas generaciones: "Mi palabra es la risa de las piedras y los peces".
       
    —Explíqueme eso.  Si eso es poesía yo debo estar loco.
       
    El día de por sí era bastante gris  como para ponerme a explicarle lo que para mí era más difícil de explicar:
       
    —La poesía no se explica;  se vive.   
       
    Refutó  mi atrevimiento con una cita  tomada de La poesía al alcance de todos. Para asombrarme más me leyó unos párrafos acerca del contenido y la forma y otros referentes a la composición y la métrica. Si le hubiera dado la gana me habría tirado por la ventana, pero sencillamente hizo todo lo contrario:
      
    —¡Está despedido!! —gritó manoteando el escritorio como un endemoniado. Traté de averiguar el motivo.
      
    —Mis razones son más poderosas que las suyas.

    —Voy a recoger mi paraguas —le respondí solemne como un pingüino. Lo busqué detrás de la puerta, debajo del escritorio, en el baño, en el perchero, detrás del archivador... No era una pretensión de mi parte pero era una joya que me gustaba lucir en todas partes. Tenía una hermosa empuñadura de cedro y su forma aerodinámica lo distinguía entre los demás de su especie.  Como don Hiparco seguía con interés mis movimientos, cuidando que no me embolsicara algunas de sus pertenencias, aproveché para darle el golpe de gracia de una vez:
     
    —Seguramente se lo llevó doña Julietta, para no descompletar su colección de antigüedades.
       
    Me enrollé la bufanda al cuello y salí a la calle esquivando a esos transeúntes faltos de pericia en el manejo de sus paraguas; unos no cabían en la calzada por lo grandes y desproporcionados y otros porque parecían alas de cuervo.      
       
    Era un atardecer frío, lluvioso, una mierda. Venteaba  fuerte.  Antes de llegar al puente  de la 26 estalló una bomba. La onda  explosiva mató a un perro, levantó a un taxi, volvió trizas los ventanales del edificio Colombia. Era amargo y triste pero así era: vivíamos en un país de muertos. Las noticias no eran  sino de matanzas, masacres, voladuras de puentes,  de torres derribadas. Pueblos masacrados, soldados torturados, niños mutilados, paramilitares, injusticias, ríos de sangre, dolores sin fin...

    —¡El mundo se está acabando, carajo! -gritaba un señor de pelo blanco blandiendo un paraguas.
       
    La reportera   de un noticiero atribuía  el atentado a un comando de  la guerrilla urbana. Una pelandusca  muerta de hambre  le refutó delante de la cámara:

    —No mienta, parcerita. El país está lleno de inocentes palomas.
       
    Cuando vi llegar a la policía, me escabullí del tumulto y  seguí de largo. Entré a  la  Cinemateca  a ver El Cartero llama dos veces. Si bien es cierto que  Jessica Lange hacía temblar  sus tetas   en cada escena de amor,  yo  ni siquiera me inmutaba;  parecía  una araña triste meditando en el fondo de una butaca: "—¿Qué va a pensar  Usina cuando  se entere que perdí el empleo?" —Le había prometido ser el futuro presidente de la empresa, casarnos, viajar por el mundo en globo, dorarnos la barriga en el Mediterráneo y todo eso. ¡Claro! Yo era el que soñaba. Vivía en función de los números, tenía pesadillas con ellos, yo mismo era un número 12021. Ese número me identificaba entre la muchedumbre haciéndome morder el polvo.
       
    Al llegar al apartamento encontré a Usina tirada en la cama, cubierta apenas por su pelo negro sedosito y las medias zapotes que tanto me gustaban. Mientras le acariciaba la barriguita me puse a recordarle alegrías pasadas, mis sueños de grandeza, lo mucho que la amaba... La maldad me pasaba por debajo de las narices sin hacerme daño.
       
    —¿Qué está pasando  contigo? —me interrumpió.

    —Perdí el empleo.
       
    —¡Alcánzame un tabaco! 
      
    —Mi vida es una suma de desgracias y a ti sólo se te ocurre decir: "¡Alcánzame un tabaco!" ¿Hasta cuándo voy a soportar tanta indolencia tuya?
       
    Seguramente pensó que me había vuelto loco. Jamás le había reclamado nada. Saltó de la cama y se encerró en el baño. Pasó un rato bien largo en el que no se oyó ni un suspiro ni un lamento.
       
    —¿Estás bien? —le pregunté intrigado.
       
    —Hay un puma  en el baño.
       
    —¿Un puma?
       
    Se había escapado de un circo de miserias que debutaba en la vecindad, pero era tan inofensivo con las mujeres que ni las ofendía ni las agredía ni las preñaba. Amaba tanto la belleza que prefería la contemplación al goce pasajero. Los jadeos los dejaba para después.

    —Seré tuya por siempre, pero por favor, ¡sálvame!
       
    Usina  siempre decía lo mismo pero me hacía sufrir lo indecible, ¿en qué mundo vivía? Se oyó un "ay", yo no sé si de gozo o de agonía; después sólo silencio. Presintiendo una desgracia empujé  la puerta y entré. ¡Demasiado tarde! Usina se había fugado con el puma. Me hubiera gustado un desenlace menos patético, pero el amor  al fin de cuentas, no es más que una comedia.



    LA BOCA DE LA DAMA


    Había conocido apartamentos  con mucho lujo y confort, pero el de la señora Amanda los superaba a todos: la araña de cristal de Murano de la sala,  los cuadros colgados en la pared, el florero de cristal encima del piano, la mullida alfombra de piso, el acabado de los muebles, el televisor, la biblioteca repleta de libros. ¡Qué maravilla! Cuando la señora Amanda entró a la sala y me encontró hojeando La comedia humana, disimulé mi atrevimiento de la mejor manera:

    —Tiene un apartamento muy hermoso, con una magnífica vista sobre la ciudad, pero lo más interesante es su biblioteca.
       
    Sin darle crédito a mis lisonjas se sentó en una esquina del sofá, cruzó las piernas y puso un cigarrillo en la pitillera. Además de bonita y perfumada, era  alta, sensual, misteriosa; daba gusto mirarla. Parecía una cantante de ópera.
       
    —El cigarrillo es malo para la salud -le insinué.
     
    —¿También los americanos? - me preguntó escandalizada.
       
    —Todos son la misma vaina.
       
    —Uno más no me hará daño -dijo y fumó.
       
    ¡Ah, las mujeres! Me sentía a gusto con ellas. Irrumpían en mi vida de un momento a otro y luego desaparecían de mi vida dejándome un reguero de ausencias.
       
    —¿Un whisky? -me preguntó haciéndome volver a la realidad.
       
    —Con bastante hielo, por favor -le recalqué poniendo cara de entendido en el asunto.
       
    —Paloma... —dijo y acto seguido hizo su aparición una jovencita risueña con una hielera, dos vasos  y una botella,  que colocó  junto a un voluminoso mamotreto de pastas duras e inmediatamente se retiró dejando en el ambiente un olor agreste y salvaje.
       
    Levanté la  copa y comenzamos a hablar de la situación del país, de los contratiempos de la economía, del proceso de paz y de los pormenores de su vida. Su difunto esposo había sido un general de la república; no había muerto en el campo de batalla sino de la manera más prosaica,  en un accidente automovilístico.
       
    Hojeé el mamotreto que reposaba al lado del whisky. Leí la dedicatoria, los epígrafes, calculé el peso, el número de páginas, el título: La Boca de la Dama.
       
    —Si me permite que se lo diga, al infierno van a parar muchos libros que fueron escritos con buenas intenciones -dije con desdén.

    —Mi vida es una novela —dijo sacudiendo la  pitillera.

    —Todos los escritores dicen lo mismo, pero no es mi caso juzgarlos. Una obra me gusta o no me gusta —le dije.

    —Como considero que leer es su trabajo,  le pagaré lo que me pida por leerme.       
       
    ¡Pobre diablo que era yo! Por primera vez me estaban ofreciendo dinero por dar el concepto de  una novela y ni siquiera sabía cuánto cobrar. No sé por qué relacioné a Amanda con una señora que vivía pidiéndome autógrafos como si yo fuera un torero. Si yo no era torero mucho menos comentarista de libros. Mi situación económica no dependía de comentar  libros sino de corregir textos  en  una agencia de publicidad, o en otras palabras, era el encargado de enmendar los errores de los genios de la publicidad.  Que a la vez publicara una columna de opinión en la prensa, eso no tenía ninguna  importancia. 
       
    —Si su novela no me gusta no le alcanzará la vida para pagarme —le dije enarcando las sienes como el más experto crítico de la literatura colombiana, y me levanté a buscar  el  baño.
      
    —Al fondo, a la derecha —me indicó Paloma.
       
    La señora Amanda no era mafiosa, de eso estaba seguro, pero la taza, el lavamanos, la grifería, todo parecía de oro. En medio de tanto lujo lo único discordante eran unos minúsculos calzones  lila colgados en la llave de la regadera. -"Se le habrán olvidado a Paloma" -pensé oyéndola cantar en algún lugar del apartamento:  "Condenada para siempre en esta horrible celda, donde no llega el cariño ni la voz de nadie, aquí me paso los días y la noche entera...".
       
    Volví a la sala dispuesto a marcharme. Eché la novela en el maletín.  Amanda me preguntó si me acercaba en su auto hasta mi casa. No lo consideré necesario. Desde hacía cinco  años vivía  en un barrio  colonial situado al pie de los cerros donde todo parecía irreal. Sucedían tantas cosas al mismo tiempo que era como si uno estuviera viendo varias películas a la vez. No era el mejor barrio de la ciudad, pero era diferente de los demás. No se movía  una hoja sin que los vecinos se enteraran, mas si alguien preguntaba por mí era como si no existiera.

    —¿Cuándo vuelve? —me preguntó sacudiendo la pitillera en el cenicero. 

    —Leer su novela me llevará un buen tiempo, y la suya es bastante voluminosa  —le dije al despedirme.
       
    Salí a la calle y paré  un taxi.
       
    Me sentía cansado, tenía dolor de cabeza, quería dormir,  y sin embargo al llegar a mi casa me puse a  leer La Boca de la Dama. Narraba la historia de una familia de Tunja a mediados del 40. El padre había fundado las primeras escuelas de telegrafía del país y la madre, un ama de casa común y silvestre, vivía pendiente de sus hijas y de los quehaceres del hogar, el cual comenzó a resquebrajarse cuando el padre se fue a vivir con una de sus alumnas.
       
    La narradora describía a Tunja como una ciudad clerical,  mágica y pecadora.  El argumento de la novela era sencillo y a la vez apasionante. Un oficial del ejército es enviado desde Bogotá a pacificar  un pueblo de la frontera que se ha levantado en armas. Después de unas cuantas escaramuzas con los rebeldes el oficial es condecorado con la Cruz de Boyacá por un presidente que en ese momento de la historia tiene al país sumido en la ignominia. En una recepción que le hacen en Tunja, conoce a la hija menor del rector de la escuela de telegrafía y se casa con ella, aún contra la voluntad de sus padres. El oficial habría podido continuar su vida como cualquier militar en retiro, gordo y con el pecho repleto de medallas, pero una vez más el destino le cambia las reglas y es enviado a hacer un curso de contrainsurgencia en los Estados Unidos y luego continúa como agregado militar en un país de Europa. Después de varios años en el exterior, el oficial regresa al país y fija su residencia en Bogotá, "un pueblo grande que empezaba a despertar hacia la modernidad".
       
    Al terminar de leer  el primer capítulo y el desenlace fatal que tuvo su historia de amor, me quedé pensando en qué terminaría todo esto: historia, crónica, novela... La mayor parte de los  acontecimientos que narraba habían ocurrido realmente pero  la novela era pura ficción. ¿Amanda y la narradora eran la misma persona?          
       
    A la semana siguiente la señora Amanda  me invitó a su apartamento  a un delicioso cordero al vino y otras viandas exquisitas. Como era un caluroso domingo de enero en el que todo parecía flotar en una nata de aburrimiento,  acepté encantado.
       
    El almuerzo estuvo matizado con música flamenca y abundantes anécdotas relacionadas con la vida de Amanda. Después de quedar viuda se había sentido tan sola que puso un aviso en una revista de corazones y al poco tiempo recibió una respuesta envidiable: Arcesio, un cubano que vivía en la frontera con México le prometió casarse con ella. Ciega de amor vendió todas sus propiedades como él le pedía, consignó el dinero en un banco y se fue a conocerlo.  No era nada más que el  cuidandero de un maizal en una hacienda en la frontera al que le habían dado una escopeta para espantar las urracas que osaran meter su pico en el cercado. A estas alturas  de su  relato yo estaba en ascuas.

    —¿Qué pasó después? —le pregunté intrigado.

    —El   dinero, el honor y la reputación... ¡Todo me lo robó!  —se lamentó. Afortunadamente  la  suerte jamás la  había abandonado y había vuelto  a reorganizar su vida de manera que le quedara tiempo para escribir.
       
    Después de saborear el postre  de almendras me invitó a ver   la corrida de toros que iban a trasmitir por televisión. A  mí no me gustaba el toreo, ni mucho menos que mataran un toro delante de miles de espectadores sedientos de sangre, en fin.  Como no tenía ningún compromiso pendiente acepté encantado. Paloma  nos sirvió más vino  y se retiró a su habitación cantando: "Tu sonrisa, refleja el paso de las horas negras; tu mirada, la más negra desesperación... Hoy para siempre, quiero que olvides tus pasadas penas y que tan sólo tenga horas serenas tu corazón".  
       
    El  locutor mencionó algunos datos acerca del "miura negro, 500 kilos", que en ese momento manoteaba  la arena del ruedo con ganas de ensartar en sus cachos a toda esa cuadrilla de asesinos disfrazados de grana y oro. Levanté la copa y brindé por el toro.    
       
    Amanda se recostó en el sofá con una copa de vino  en la mano y cruzó las piernas. Era como si estuviera en una urna de cristal. Daba gusto mirarla por dentro y por fuera. Unas veces  se parecía a una cantante de ópera  y otras a una de las gitanas que inmortalizó  Julio Romero de Torres.
        
    —Los hombres se vuelven locos por la sangre —comentó Amanda. 
       
    En el primer lance del picador Amanda se ovilló en el sofá. En el momento en que el torero clavó la espada en el morro del toro hasta la empuñadura, lanzó un suspiro de agonías y se tapó  los ojos con el ruedo de la falda. Después no pude seguir mirándola yo como quería, porque Paloma regresó a la sala.  Al ver que el torero salía, no para el cementerio  como yo quería sino por la puerta grande en hombros de la chusma,  con su vocecita de violín me preguntó si ya habían matado al toro. 
       
    —¡Pobre animal! Lo han matado dos veces —le dije.
       
    Para disimular el impacto  que le produjo la corrida, Amanda me invitó  a su alcoba  para mostrarme  los carteles de las grandes temporadas taurinas que tenía en la pared,  la cabeza de un toro, dos banderillas en forma de X en la cabecera de su cama, un relicario de La Macarena, un clavel rojo  y  una foto de Manolete,  no desafiando  al toro sino a la muerte. ¡Era conmovedor! Di una mirada envolvente. Por primera vez estaba conociendo el fondo secreto de las gitanas.  El tocador, las cremas, los espejos del techo, la cama sin tender, unos diminutos calzones  rojos colgados en la ventana...
       
    —¿Dónde dejé la pitillera?  -se preguntó para disimular tanto desorden.
       
    —La pitillera  la dejó  en la sala.
       
    —¡Ve por ella! -me ordenó. 
       
    Le obedecí como si  fuera su mozo de espadas, pero me sentí incómodo. Antes  me trataba con respeto y ahora que la conocía mejor me pedía le alcanzara la pitillera. Sólo faltaba que me mandara  al supermercado a traerle  cuchillas de afeitar,  cigarrillos, jabón de olor, champú, aceites, perfumes... Cuando regresé con la pitillera, volví a recordarle que los cigarrillos eran malos para la salud.
       
    —Prueba éste, mijito; me lo trajeron del monte -me ofreció, rozando delicadamente sus manos con las mías.
       
    Fumé. Era mucho más rico que cualquier cosa. La realidad se convertía en fantasía. La señora Amanda era fantástica. Alta, elegante, voluptuosa y atrayente como el pecado. No podía  creer lo que veía, a la mismísima  María Callas vestida de gitana. Todo lo hacía con tacto y delicadeza. Me dieron  unas ganas tremendas de  acariciarle el morro, pero me contuve.
       
    —Si me permite que se lo diga, usted es una dama preciosa y refinada, un sueño para cualquier crío —le dije y continué fumando.
      
    —¡Vivo tan sola! —se quejó haciéndome volver a la realidad.
       
    Quizá lo más triste de esta vida era la soledad. Uno de mis amigos se había ahorcado por miedo a la soledad; otro se había dado un tiro en el pecho por una decepción amorosa y otro se había lanzado al vacío desde la torre de la catedral. Muchas tragedias se habrían podido evitar si al menos uno solo, entre los millones de seres que vivían en  el planeta, hubiese decidido compartir su vida con alguien. La señora Amanda no era la única que vivía en medio de la soledad más espantosa:
       
    —Yo también vivo  muy  solo.
       
    Se arrodilló a mis piés  y  con sumo cuidado  me bajó los pantalones. Era la cosa más sorprendente  que me había ocurrido en toda la vida. Después de observarlo detenidamente desde todos los ángulos concluyó como si nunca hubiera visto nada igual:
       
    —¡Lo tienes muy lindo!
       
    A pesar del respeto que le tenía, hice todo lo posible por hacerla feliz y dejé que lo besara todo lo  que ella quisiera.
       
    —Cada vez lo tienes más grande —dijo sin soltarlo.
       
    —No mienta, señora Amanda —le dije como si estuviera hablando con el mecánico de la esquina y no con la viuda de un general de la república. Olía a pachulí o algo por el estilo. Si el fuego del infierno me iba a consumir, eso no tenía importancia. Ella era el cielo y el infierno a la vez, un jardín en llamas, una delicia, fresca y perfumada. La tendí sobre la cama y poco a poco la fui desnudando.
       
    —¡Qué tetas! —se me ocurrió decirle.
       
    —Tienes un lenguaje de matarife, hijo.
       
    ¿Por qué yo era siempre la piedra del escándalo? El efecto era contrario a mis propósitos. Trataba de ser directo y me equivocaba. Decía la verdad, pero a todo el mundo le gustaba mentir. Buscaba amor, pero sólo encontraba migajas. Cierto o no, vivía en una sociedad tan inhumana que me daba asco formar parte de ella.
       
    —Mejor me voy para misa —le dije.
       
    —Realmente eres de otro mundo —se quejó.
       
    —Es mejor ser de otro mundo y no  de éste, tan lleno de soledades -le dije y me volví a vestir.  
       
    —¿Necesitas plata, hijito?
       
    —No se preocupe, señora Amanda; yo voy a morir pobre.

    —En estos días te llamo, para que hablemos  de Balzac y de la comedia humana.
     
    —Ok —le dije y salí con ganas de matar al que se me atravesara por delante.
       
    Amanda vivía de una pensión del Estado, era generosa en todo sentido y le quedaba tiempo para escribir. Tenía capacidad narrativa, estilo propio,  verismo sin concesiones. Su novela era la más sorprendente que había leído en los últimos años. Había puesto su vida en cada palabra, sin importarle un comino que la tildaran  de loca. A los cuerdos no les gusta la verdad. Eso va contra las normas de la sociedad. Vivíamos en un mundo de normas donde hasta la realidad era anormal. La realidad lo transformaba todo con un patetismo tan trascendental que las cosas se volvían intrascendentes.   
       
    En  mi casa  todo funcionaba al revés: el refrigerador calentaba la sopa, los grifos goteaban, el piso crujía, la puerta no cerraba, los bombillos se fundían a cada rato, ¿quién iba a hacer posibles mis sueños? Volví donde  la señora Amanda  con el rabo entre las piernas. 
       
    Paloma  me abrió la puerta, vestida con una levantadora tan corta que se le alcanzaba a ver  el angelito que tenía tatuado en las nalgas, el cabello revuelto y la pintura de los labios corrida. Me dejó en la sala. Al poco rato Amanda salió de su alcoba abrochándose una levantadora azul metálico y se desmadejó en el sofá. Puso un cigarrillo en la pitillera y me preguntó por su novela.

    —Me atrapó de principio a fin. Tiene estilo propio, monólogos insuperables, ambientación estupenda, los personajes están bien caracterizados, los diálogos, en fin... Debería enviarla al  concurso de novela que organiza la alcaldía.
     
    —Eso no es para mí —dijo dándome a entender que un pinche premio no la desvelaba. Tenía  todo lo necesario para darse todos los lujos que quisiera. Firmó un cheque por varias cifras y me lo entregó. Yo no sabía si agradecerle tanta generosidad o decirle que estaba loca. Para disimular mi sorpresa le hablé de mis proyectos: quería irme del país, conocer otras gentes, otros rostros.
       
    —La violencia y la falta de oportunidades me tienen desquiciado.
     
    —¿Sabes francés? Tengo una amiga en París que puede servirte —dijo.

    —No como debiera.
       
    —Dime  cualquier bobada. Al fin de cuentas los idiomas se aprenden con la práctica.
       
    Paloma al vernos hablando como si estuviéramos en París, se acercó sigilosamente con el plumero en la mano a indagar qué estaba ocurriendo. Al ver que no era nada importante, se encaramó  en un butaco  y empezó a desempolvar la biblioteca. Cerré los ojos para no mirarla, radiante, olvidada de todo y de mí,  pero finalmente la miré. "—¡Ay, Señor, qué difíciles son tus pruebas!" —pensé. Quise detener la eternidad en  ese instante poniendo los ojos en sus desnudas nalgas de pajarito, pero justo en ese momento la señora Amanda levantó la mirada y,  al ver a Paloma  a punto de emprender vuelo le gritó desplumándole las alas:
       
    —¡Baja de una vez, sinvergüenza!
       
    Pensé que Amanda lo hacía para humillarla delante de mí, pero eso no podía ser: Paloma era el ángel de la inocencia. Se bajó del butaco  y se fue para su pieza a cantar con entonado  acento: "Sufro la inmensa pena de tu extravío, siento el dolor profundo de tu partida y lloro sin que sepas del llanto mío..."
        
    Al despedirme,  Amanda  me regaló La comedia humana con una dedicatoria que sólo años después entendí: "Le  français cest la langue des hommes desprit".
      
    Al finalizar noviembre  regresé donde Amanda a llevarle un libro de Rilke que me había prestado, pero esta vez las  cosas marcharon de otra manera. El apartamento olía a sándalo. Sobre una silla  olvidada en un rincón de la sala había unas rosas, tan rojas que parecían sangre. Paloma estaba empacando los libros de la biblioteca cantando como siempre, pero esta vez con tristeza: "Yo jamás sufrí, yo jamás lloré/ yo era muy feliz... pero te encontré... La señora Amanda de rodillas frente a la chimenea, quemaba, hoja por hoja  el mamotreto de su novela. Deambulé por los cuartos ¿Dónde estaban  los rulos de doña Amanda, los muebles de la sala, los afiches de las temporadas taurinas, la cabeza del toro disecado, el relicario, las condecoraciones de su difunto marido, las camas,  los calzones  de Paloma?  Todo  olía a ausencia. Sólo faltaba que vinieran los del trasteo a llevarse el resto, para que yo quedara huérfano de la ternura maternal de Amanda y de la belleza sin igual de Paloma.
       
    —¿Por qué está quemando su  novela? —le pregunté.   

    —Está llena de mentiras —dijo sin darle importancia al asunto  y continuó contándome que había cambiado el apartamento por  una hacienda,   para olvidar por completo que alguna vez había soñado ser escritora.
     
    —¿Y Paloma? -le pregunté intrigado.

    —Paloma es libre —dijo.   

    —Todo me parece un sueño —dije y mi voz rebotó en las paredes del apartamento vacío. Así era mi vida: conseguía  las cosas con solo soñarlas, aunque para hacerlas realidad  tenía que luchar contra todo.

    Muchos años después supe que Amanda había muerto en una hacienda de la sabana oyendo el mugir de sus vacas y el trinar de los pájaros  y que Paloma era solista en el coro de la iglesia de Las Angustias.
       
    Sólo Dios sabe cómo hace sus cosas.


    Notas


    1. Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro post del día 28 de abril de 2010.

    2. Estos dos cuentos pertenecen a su libro Manzanitas Verdes Al Desayuno (2009). Publicados con la autorización del autor.
    on 10 octubre 2011

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