EL GRAN ESCRITOR COLOMBIANO MILCIDES AREVALO, INVITADO AL VI ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POESIA"VALLE DE IRAKA", MAYO 2,3,4 Y 5 DE MAYO DE 2013 EN FIRAVITOBA, IZA, CUITIVA, TOTA Y SOGAMOSO, POR CONVOCATORIA DE LA FUNDACION "CASA DEL SOL". SE ESPERA CON ESPECTATIVA SUS DISERTACIONES, POR EL ESCEPCIONAL CONOCIMIENTO QUE POSEE DE LA LITERATURA COLOMBIANA Y MUNDIAL Y SOBRE TODO POR SER UN BRILLANTE ESCRITOR.
Milciades Arévalo y su “Puesto de Combate”
38 AÑOS DE DIFUSIÓN CULTURAL
ROBERTO MONTES MATHIEU
Desde la publicación en los años veinte de la revista La Novela Semanal del dramaturgo bogotano Luis Enrique Osorio, que publicó a los escritores costeños de principios de siglo, ninguna otra publicación del interior del interior del país se había ocupado de nuestros autores hasta que apareció Puesto de Combate, del narrador zipaquireño Milcíades Arévalo*. En 38 años, desde su fundación, sus páginas han difundido cuentos, poesías, ensayos, entrevistas y reseñas de escritores de la región Caribe. Con esta entrevista Magazín del Caribe hace un reconocimiento a la magnífica labor del amigo y escritor Milcíades Arévalo.
Roberto Montes Matiheu- ¿Cómo y cuándo apareció Puesto de Combate?
Milcíades Arévalo: Desde muy joven me fui de la casa y empecé a navegar. En uno de los barcos, conocí al capitán Ariel Canzani, un poeta argentino que al puerto que llegara, procuraba ponerse en contacto con los poetas de allí, para publicarlos en su revista de poesía Cormorán y Delfín. Yo le prometí que cuando volviera a tierra haría una revista similar. Viví muchos años en la costa y al regresar a Bogotá, trabajé con la revista Nadaismo 70 como corrector y conocí a casi todos los nadaistas; allí publiqué mi primer texto, con seudónimo, naturalmente. En esa época era muy difícil que cualquier principiante publicara en los periódicos y casi todas las revistas eran contestatarias, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Fue así como en 1972, apareció la primera entrega de Puesto de Combate. Se llamó así porque Puesto era un lugar, especialmente para los que comenzaban a hacer sus primeros pinitos en la literatura, y Combate, porque el combate era con las palabras. Comencé sacando 4 entregas al año con mil ejemplares, después dos y finalmente las que se puedan hacer, dado que no hay quien apoye a estas revistas, mucho menos con un nombre contestatario como el nuestro, donde lo único que pedimos y hacemos es darle un espacio a la imaginación.
RMM– ¿Ha contado con alguna ayuda oficial?
MA–Cuando funcionaba Colcultura me gané una Beca, que me la pagaron con tanta dificultad que no me sirvió de nada. Por tanta demora y tramitología se me complicó la vida. Desde entonces me cansé de pasar proyectos, de pedir ayuda, tanto que hoy en día la revista prácticamente vive de milagro.
RMM– ¿Llegar al No. 75 y dar a conocer por casi 38 años a tantos escritores y poetas tiene algún sentido en este país?
MA– ¡No! En este país no tenemos historia, ni memoria, ni mucho menos apoyo para los que creemos en la verdadera literatura, no en esa de farándula y aeropuertos sino en la que se crea cada día, en cada pueblo, en cada rincón del país. Muchos de los escritores y poetas colombianos que han venido a enriquecer nuestra literatura, se dieron a conocer a través de las páginas de Puesto de Combate. Sería injusto de su parte no reconocer que fui yo quien primero creyó en ellos.
RMM –¿Al frente de la revista ha estado siempre el mismo grupo directivo o ha variado con los años?
MA–Ha colaborado varia gente bella, Yamil Tannus, Omar Morales Benítez, Fernando Hernández Vélez y otros. Unos han llegado con expectativas financieras y otros con su capacidad intelectual, nada más. Como grupo nunca hemos existido. Yo he sido el que finalmente me he encargado de que el producto exista, se conozca, se divulgue, se lea y se comente.
RMM –Los escritores que han publicado en Puesto de Combate son de todo el país, ¿Cómo han logrado esto?
MA–Siempre he creído en la Sociedad de la Imaginación, en esa sociedad anónima de escritores y poetas que hay en el país, y también en la capacidad de convocatoria que tiene radio bemba. ¿A quién no le interesa publicar en un medio donde lo único que importa es la calidad del texto en sí y no sus abolengos, sus recomendaciones, la cantidad de premios acumulados, los libros publicados, las conferencias dictadas, los seminarios a los que han asistido, los títulos obtenidos, el perfil económico, el partido político, la moral y toda esa cantidad de cháchara que exigen los medios para publicar cualquier pinche texto? Por eso es que en este país hay más publicistas de la literatura que escritores.
RMM–Creo que todos los escritores costeños posteriores a García Márquez han tenido cabida en Puesto de Combate, ¿tiene algún vínculo con la región Caribe?
MA–Al comienzo dije que lo primero que hice al salir de mi casa fui irme a navegar. Después regresé y viví en la costa hasta el año 1967. Recorrí toda su geografía vendiendo libros, cacharros, prendas de mujer, collares de fantasía… Todo el paisaje, su gente, su alegría, sus pueblos me invitaban a la poesía. Por eso no es extraño que, si no puedo recibirlos a todos en mi casa, les abro las páginas de una revista donde puedan publicar sus fantasías. Lo mismo hago con gente de otras regiones. Vivo enamorado de todo cuanto he conocido. La envidia pasa por debajo de mis narices sin hacerme daño. ¿Por qué habrían de envidiarme si yo no hice el mundo? Solo trato de sostener una revista lo mejor que puedo, sin vanagloriarme de mis glorias asombrosas.
RMM–¿Qué proyectos tienes para Puesto de Combate?
MA–Muchos y ninguno. Que la vida me alcance para llegar al No. 80. Publicar una selección de cuentos y otra de poesía. Publicar algunos de los libros que he escrito. Seguir buceando en la biblioteca de mis escritores amados. Hacerle un homenaje a los que creyeron en ese sueño llamado Puesto de Combate, y si nada de esto puedo hacer, seguiré llamándome Milcíades Arévalo, un ser con todos los defectos y virtudes que le dio la vida.
*MILCÍADES ARÉVALO. Nació en El Cruce de los Vientos (Zipaquirá, 1943). Periodista cultural, fotógrafo, narrador, dramaturgo, editor y director de la revista cultural Puesto de Combate, fundada en 1972. Entre sus libros publicados se destacan: A la orilla del trópico (Relatos, 1978), Ciudad sin fábulas (Cuentos, 1981), El oficio de la Adoración (Relatos, 1988- Reeditada por la Universidad Autónoma de Bucaramanga, 2004)), Inventario de Invierno (Cuentos juveniles, 1995), Cenizas en la Ducha (Novela, 2001), Manzanitas verdes al desayuno (Cuentos eróticos, 2009). Tiene varios libros inéditos, entre ellos: El Jardín Subterráneo (Teatro) Las otras muertes (cuentos), Galería de la memoria (ensayos), La Loca poesía (Antología), El caballo del viento y la muchacha desnuda (Relatos Medievales), La Lío y otras mujeres (Guión) y El oficio de la escritura (Entrevistas a escritores y poetas). Sus cuentos, crónicas, entrevistas y ensayos figuran publicadas en diferentes medios: Periódicos de Colombia: El Tiempo, El Espectador, El Heraldo, Vanguardia Liberal, La Patria, El País, El Universal, La Prensa, etc. Revistas: Puro Cuento (Argentina), dirigida por Mempo Giardinelli; Casa de las Américas (Cuba) dirigida por Roberto Fernández Retamar, Plural de México, El cuento de México y en las antologías: Colombie a chuer ouvert, anthologie de la nouvelle latino-americaine (Francia) de Olver Gilberto de León; Racconti dal mundo (Italia) de Danilo Manera y La otra revista (México).
Jurado de cuento, novela, teatro y poesía en más de cien eventos de esta naturaleza, y especialmente en los concursos de cuento: Ciudad de Barrancabermeja, Universidad Central, Secretaria de Cultura de Neiva, Secretaria de Cultura, Recreación y Deportes de Bogotá (SCRDB).
Ha participado en diferentes encuentros, entre otros: "Conmemoración de los 10 años de la muerte de Pablo Neruda", Universidad Autónoma de Santo Domingo (República Dominicana, 1983); "Viaje por la Literatura Colombiana", realizado por el Banco de la República (1984); "Primer Encuentro Iberoamericano de Teatro" (Madrid, 1985), con presentación de su obra "EL JARDÍN SUBTERRÁNEO" en Madrid, Granada, Palma de Mallorca, Toledo. Realizador del 1o, 2º y 3º "Encuentro de Revistas y Suplementos Literarios" en la Feria del Libro de Bogotá, durante los años 1988, 1989 y 1990. "Primer Encuentro de Revistas Culturales de América Latina y el Caribe", invitado por Casa de las Américas (La Habana-Cuba, 1989). Durante su vida ha sido marinero, vendedor de libros, publicista, conferencista de literatura colombiana, editor de libros, corrector de estilo, periodista cultural, fotógrafo y dramaturgo. Estudió Español y Literatura, pero se considera autodidacta por naturaleza. Ha conocido muchas ciudades, puertos y gentes, lo cual le ha permitido hacer de su narrativa una experiencia
Milcíades Arévalo
Milcíades Arévalo1
Dos Cuentos Eróticos2
Dos Cuentos Eróticos2
LAS ÚLTIMAS ALEGRÍAS
"¡Tú y tu miserable maquinita de escribir!
¡Tú y tus miserables cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!"
Charles Bukowski
¡Tú y tus miserables cheques enanos! ¡Mi abuela gana más dinero que tú!"
Charles Bukowski
Me disponía a comenzar las labores del día cuando de pronto se abrió la puerta y entró la esposa de don Hiparco. La luz mortecina que se asomaba por la ventana la hacía ver más luminosa que cientos de bombillos de magnesio. El día de por sí era bastante lluvioso como para que doña Julietta entrara a mi oficina a pintarse los labios.
—Dentro de poco escampa —le insinué. En vez de comprobar si era cierto,
se sentó en el escritorio, encima de la foto de Rimbaud que yo tenía
debajo del vidrio. Trató de acomodarse mejor, pero estiró las piernas
más allá de lo acostumbrado y se le cayó un zapato. Me tiré al piso y
se lo alcancé.
—No seas tímido, muchacho... —susurró y estiró el pie.
Cuando uno está haciendo parte del engranaje laboral, inconscientemente
termina por aceptar todo lo que le ordenan para evitarse disgustos. Con
delicadeza le levanté la falda, le ajusté las medias y le calcé el
zapato. No dijo nada. La besé.... Cuando estaba a punto de derretirse se
recostó sobre el vidrio y comenzó a menearse de tal modo que empezaron
a moverse las sillas, el escritorio, los archivadores, el edificio, la
ciudad entera. Por un momento pensé que por la ventana había entrado un
rinoceronte, que don Hiparco me había dado un garrotazo en la nuca, que
los empleados de la empresa me aplaudían a rabiar; nada de eso era
cierto:
—¡Pucha! ¡Se cayó el computador! —grité angustiado.
Doña Julietta se bajó del escritorio, se subió los calzones, se
abrochó el liguero y alisó la falda como si no hubiera pasado nada. Sin
embargo tuve la entereza de manifestarle que con sus nalgas me había
arrugado la foto Rimbaud.
—¿Es tu hijo? —me preguntó displicente.
—Es mi santo, mi pana, mi verdadero patrón —le dije con rencor.
—Parece un gamín —dijo displicente.
Me sentí humillado como un pobre, mucho más cuando me pidió que la
acompañara al parqueadero y tuve que ponerme el abrigo. Al ver las
hilachas que le colgaban, se quedó mirándome como si por primera vez se
diera cuenta de que yo también era humano.
—Te voy a regalar un abrigo y un paraguas que Hiparco ya no usa.
—¿Cómo voy a pagarle tanta bondad, doña Julietta? —le pregunté ansioso.
—Tú sabes, muchacho... -dijo levantando el brazo como un mecánico. Se
subió al auto y salió del parqueadero haciendo chirriar las llantas
contra el pavimento bañado por la lluvia.
Siempre había deseado tener un auténtico abrigo de piel de camello como
el de Jean Baptiste Clemence, el personaje central de La Caída, para
deslumbrar a todo el que se atravesara en el camino. Cuando Usina me
viera luciendo tan exquisita prenda traída directamente de París, de
seguro dejaría de tratarme como si yo fuera una mascota. Frecuentemente
me vaticinaba un porvenir triste: "—Algún día terminarás por ahí como
una mascota sin dueño".
El camino que recorrí en compañía de mi perro, fue el de un niño que
soñaba que todo lo que veía era mío. Ese fue mi fracaso, soñar lo que no
debía. De mis fracasos se han alegrado muchos ¡Y de qué modo! A los
muchos obstáculos que me impidieron triunfar en la vida, debo sumar el
torso deforme, la pierna torcida, la lengua biforme y la miopía. No era
un galán en modo alguno, pero era vibrátil y candente como una varilla
de cadmio. Odiaba las órdenes, los horarios, los reglamentos y todo
porque quería que me amaran.
Usina era mi novia, pero no lo parecía. Tenía sus sueños, sus celos,
sus temores, pero me echaba la culpa de todas sus desgracias. Usina era
un ángel y un demonio también. Me decía palabras de amor y era cruel
todas las veces que quería. A veces me chupaba como a una banana en
almíbar y otras veces ni siquiera me daba un beso al despedirse. Usina
era de seda cuando estaba vestida y de fuego cuando estaba desnuda.
"Rica, riquita, dulce de manzanita". Yo la besaba por todas partes, no
oyendo sino su risa, sus gemidos de felicidad, sus espasmos de dicha y
le hacía el amor sin que le faltara ninguna tentación. Le aplicaba los
labios insectamente al estilo Bogart y le mordía el cuello, las
teticas, las nalgas, el lomo, la cerviz, el morro. Los días eran azules
y las noches de amor.
Usina se fumaba todos los tabacos que le pusieran por delante y muchos
más. Como vivía fumando a toda hora, una noche quise darle una sorpresa.
Me puse el abrigo, compré una paca de tabacos y fui a llevársela.
Golpeé delicadamente en la puerta de su casa, para que los vecinos de
la cuadra no asomaran su testa por entre los barrotes de sus jaulas y
comenzaran a murmurar lo indecible. Sucedió todo lo contrario. En pocos
segundos la calle se llenó de curiosos. Unas mujeres horribles dijeron
que era muy tarde para que un caballero tan elegante fuera a hacerle
visitas a una vagabunda. Otras opinaron que no había que creer en las
apariencias, que tal vez lo que yo quería era robarme a alguna de sus
niñas y fueron a traer piedras y palos. Sólo entonces Usina abrió la
puerta, somnolienta y desnuda. Me recibió los tabacos y me cerró la
puerta en las narices. Si al menos me hubiera dado un miserable beso
delante de la turba enardecida, yo me habría sentido feliz...
Lo peor que pudo ocurrirme con el abrigo sucedió el domingo siguiente
en el parque. El día era tan radiante y soleado que parecía de colores.
Tendí el abrigo sobre la grama y me quedé mirando las nubes, pensando en
la cara que pondría Usina cuando viera mi abrigo dispuesto de manera
que ningún curioso pudiera chuzarle las nalgas.
Un agente del orden acertó a pasar por el lugar haciéndole arrumacos a
una enana regordeta. No resistió las ganas de demostrarle para qué
servía la autoridad que llevaba al cinto. Se me vino encima, sacó el
revólver y me apuntó como a un vulgar ladrón: —"¿Dónde se lo robó?"
--me preguntó calculando el valor del abrigo. No me inmuté. —"¿Dónde
se lo robó?" -insistió autoritario. Herido en lo más profundo de mi
orgullo reviré ofendido: —"¡Soy un ciudadano ejemplar!" Le mostré el
carné de la empresa, los papeles de identidad, las recomendaciones de
buena conducta, el certificado judicial. —"Su honestidad me importa un
culo" -dijo. Estábamos en el tira y afloje de las grandes decisiones
cuando llegó Usina con un girasol en la mano. Al ver tanta belleza
junta, el agente del orden aprovechó la ocasión para esfumarse por los
senderos del parque con mi abrigo y su enana regordeta.
—Era un abrigo muy fino -le expliqué.
—No te preocupes, amorcito. Mañana mismo te compras otro.
Suspiré hondo.
—Un abrigo de piel de camello cuesta un platal.
—¿Un platal? No quiero que mi amor te cause daño, pero ¿de qué vamos a
vivir cuando nos casemos? ¿De un miserable salario? —me inquirió
rabiosa.
—Mi amor, es cierto que no me pagan lo que valgo, que nunca tengo
suficiente dinero para tus tabacos, que perdí el abrigo por discutir
con la ley, pero de hoy en adelante seré el mejor —le prometí. Al día
siguiente entré a la oficina de don Hiparco a pedirle me aumentara el
sueldo.
—¿Qué sabe de poesía? -me preguntó dejando en vilo mi solicitud. En sus
ratos de ocio le gustaba escribir alejandrinos, que dominicalmente
publicaba en los periódicos.
—He leído algunos sonetos nada más -le respondí inquieto.
Puso en mis manos una revista en la que estaba subrayado el verso de un
poeta de las nuevas generaciones: "Mi palabra es la risa de las piedras y
los peces".
—Explíqueme eso. Si eso es poesía yo debo estar loco.
El día de por sí era bastante gris como para ponerme a explicarle lo que para mí era más difícil de explicar:
—La poesía no se explica; se vive.
Refutó mi atrevimiento con una cita tomada de La poesía al alcance de
todos. Para asombrarme más me leyó unos párrafos acerca del contenido y
la forma y otros referentes a la composición y la métrica. Si le hubiera
dado la gana me habría tirado por la ventana, pero sencillamente hizo
todo lo contrario:
—¡Está despedido!! —gritó manoteando el escritorio como un endemoniado. Traté de averiguar el motivo.
—Mis razones son más poderosas que las suyas.
—Voy a recoger mi paraguas —le respondí solemne como un pingüino. Lo
busqué detrás de la puerta, debajo del escritorio, en el baño, en el
perchero, detrás del archivador... No era una pretensión de mi parte
pero era una joya que me gustaba lucir en todas partes. Tenía una
hermosa empuñadura de cedro y su forma aerodinámica lo distinguía entre
los demás de su especie. Como don Hiparco seguía con interés mis
movimientos, cuidando que no me embolsicara algunas de sus pertenencias,
aproveché para darle el golpe de gracia de una vez:
—Seguramente se lo llevó doña Julietta, para no descompletar su colección de antigüedades.
Me enrollé la bufanda al cuello y salí a la calle esquivando a esos
transeúntes faltos de pericia en el manejo de sus paraguas; unos no
cabían en la calzada por lo grandes y desproporcionados y otros porque
parecían alas de cuervo.
Era un atardecer frío, lluvioso, una mierda. Venteaba fuerte. Antes de
llegar al puente de la 26 estalló una bomba. La onda explosiva mató a
un perro, levantó a un taxi, volvió trizas los ventanales del edificio
Colombia. Era amargo y triste pero así era: vivíamos en un país de
muertos. Las noticias no eran sino de matanzas, masacres, voladuras de
puentes, de torres derribadas. Pueblos masacrados, soldados torturados,
niños mutilados, paramilitares, injusticias, ríos de sangre, dolores
sin fin...
—¡El mundo se está acabando, carajo! -gritaba un señor de pelo blanco blandiendo un paraguas.
La reportera de un noticiero atribuía el atentado a un comando de la
guerrilla urbana. Una pelandusca muerta de hambre le refutó delante
de la cámara:
—No mienta, parcerita. El país está lleno de inocentes palomas.
Cuando vi llegar a la policía, me escabullí del tumulto y seguí de
largo. Entré a la Cinemateca a ver El Cartero llama dos veces. Si
bien es cierto que Jessica Lange hacía temblar sus tetas en cada
escena de amor, yo ni siquiera me inmutaba; parecía una araña triste
meditando en el fondo de una butaca: "—¿Qué va a pensar Usina cuando
se entere que perdí el empleo?" —Le había prometido ser el futuro
presidente de la empresa, casarnos, viajar por el mundo en globo,
dorarnos la barriga en el Mediterráneo y todo eso. ¡Claro! Yo era el que
soñaba. Vivía en función de los números, tenía pesadillas con ellos, yo
mismo era un número 12021. Ese número me identificaba entre la
muchedumbre haciéndome morder el polvo.
Al llegar al apartamento encontré a Usina tirada en la cama, cubierta
apenas por su pelo negro sedosito y las medias zapotes que tanto me
gustaban. Mientras le acariciaba la barriguita me puse a recordarle
alegrías pasadas, mis sueños de grandeza, lo mucho que la amaba... La
maldad me pasaba por debajo de las narices sin hacerme daño.
—¿Qué está pasando contigo? —me interrumpió.
—Perdí el empleo.
—¡Alcánzame un tabaco!
—Mi vida es una suma de desgracias y a ti sólo se te ocurre decir:
"¡Alcánzame un tabaco!" ¿Hasta cuándo voy a soportar tanta indolencia
tuya?
Seguramente pensó que me había vuelto loco. Jamás le había reclamado
nada. Saltó de la cama y se encerró en el baño. Pasó un rato bien largo
en el que no se oyó ni un suspiro ni un lamento.
—¿Estás bien? —le pregunté intrigado.
—Hay un puma en el baño.
—¿Un puma?
Se había escapado de un circo de miserias que debutaba en la vecindad,
pero era tan inofensivo con las mujeres que ni las ofendía ni las
agredía ni las preñaba. Amaba tanto la belleza que prefería la
contemplación al goce pasajero. Los jadeos los dejaba para después.
—Seré tuya por siempre, pero por favor, ¡sálvame!
Usina siempre decía lo mismo pero me hacía sufrir lo indecible, ¿en qué
mundo vivía? Se oyó un "ay", yo no sé si de gozo o de agonía; después
sólo silencio. Presintiendo una desgracia empujé la puerta y entré.
¡Demasiado tarde! Usina se había fugado con el puma. Me hubiera gustado
un desenlace menos patético, pero el amor al fin de cuentas, no es más
que una comedia.
LA BOCA DE LA DAMA
Había conocido apartamentos con mucho lujo y confort, pero el de la
señora Amanda los superaba a todos: la araña de cristal de Murano de la
sala, los cuadros colgados en la pared, el florero de cristal encima
del piano, la mullida alfombra de piso, el acabado de los muebles, el
televisor, la biblioteca repleta de libros. ¡Qué maravilla! Cuando la
señora Amanda entró a la sala y me encontró hojeando La comedia humana, disimulé mi atrevimiento de la mejor manera:
—Tiene un apartamento muy hermoso, con una magnífica vista sobre la ciudad, pero lo más interesante es su biblioteca.
Sin darle crédito a mis lisonjas se sentó en una esquina del sofá, cruzó
las piernas y puso un cigarrillo en la pitillera. Además de bonita y
perfumada, era alta, sensual, misteriosa; daba gusto mirarla. Parecía
una cantante de ópera.
—El cigarrillo es malo para la salud -le insinué.
—¿También los americanos? - me preguntó escandalizada.
—Todos son la misma vaina.
—Uno más no me hará daño -dijo y fumó.
¡Ah, las mujeres! Me sentía a gusto con ellas. Irrumpían en mi vida de
un momento a otro y luego desaparecían de mi vida dejándome un reguero
de ausencias.
—¿Un whisky? -me preguntó haciéndome volver a la realidad.
—Con bastante hielo, por favor -le recalqué poniendo cara de entendido en el asunto.
—Paloma... —dijo y acto seguido hizo su aparición una jovencita risueña
con una hielera, dos vasos y una botella, que colocó junto a un
voluminoso mamotreto de pastas duras e inmediatamente se retiró dejando
en el ambiente un olor agreste y salvaje.
Levanté la copa y comenzamos a hablar de la situación del país, de los
contratiempos de la economía, del proceso de paz y de los pormenores de
su vida. Su difunto esposo había sido un general de la república; no
había muerto en el campo de batalla sino de la manera más prosaica, en
un accidente automovilístico.
Hojeé el mamotreto que reposaba al lado del whisky. Leí la dedicatoria,
los epígrafes, calculé el peso, el número de páginas, el título: La Boca de la Dama.
—Si me permite que se lo diga, al infierno van a parar muchos libros que
fueron escritos con buenas intenciones -dije con desdén.
—Mi vida es una novela —dijo sacudiendo la pitillera.
—Todos los escritores dicen lo mismo, pero no es mi caso juzgarlos. Una obra me gusta o no me gusta —le dije.
—Como considero que leer es su trabajo, le pagaré lo que me pida por leerme.
¡Pobre diablo que era yo! Por primera vez me estaban ofreciendo dinero
por dar el concepto de una novela y ni siquiera sabía cuánto cobrar. No
sé por qué relacioné a Amanda con una señora que vivía pidiéndome
autógrafos como si yo fuera un torero. Si yo no era torero mucho menos
comentarista de libros. Mi situación económica no dependía de comentar
libros sino de corregir textos en una agencia de publicidad, o en
otras palabras, era el encargado de enmendar los errores de los genios
de la publicidad. Que a la vez publicara una columna de opinión en la
prensa, eso no tenía ninguna importancia.
—Si su novela no me gusta no le alcanzará la vida para pagarme —le dije
enarcando las sienes como el más experto crítico de la literatura
colombiana, y me levanté a buscar el baño.
—Al fondo, a la derecha —me indicó Paloma.
La señora Amanda no era mafiosa, de eso estaba seguro, pero la taza, el
lavamanos, la grifería, todo parecía de oro. En medio de tanto lujo lo
único discordante eran unos minúsculos calzones lila colgados en la
llave de la regadera. -"Se le habrán olvidado a Paloma" -pensé oyéndola
cantar en algún lugar del apartamento: "Condenada para siempre en esta
horrible celda, donde no llega el cariño ni la voz de nadie, aquí me
paso los días y la noche entera...".
Volví a la sala dispuesto a marcharme. Eché la novela en el maletín.
Amanda me preguntó si me acercaba en su auto hasta mi casa. No lo
consideré necesario. Desde hacía cinco años vivía en un barrio
colonial situado al pie de los cerros donde todo parecía irreal.
Sucedían tantas cosas al mismo tiempo que era como si uno estuviera
viendo varias películas a la vez. No era el mejor barrio de la ciudad,
pero era diferente de los demás. No se movía una hoja sin que los
vecinos se enteraran, mas si alguien preguntaba por mí era como si no
existiera.
—¿Cuándo vuelve? —me preguntó sacudiendo la pitillera en el cenicero.
—Leer su novela me llevará un buen tiempo, y la suya es bastante voluminosa —le dije al despedirme.
Salí a la calle y paré un taxi.
Me sentía cansado, tenía dolor de cabeza, quería dormir, y sin embargo
al llegar a mi casa me puse a leer La Boca de la Dama. Narraba la
historia de una familia de Tunja a mediados del 40. El padre había
fundado las primeras escuelas de telegrafía del país y la madre, un ama
de casa común y silvestre, vivía pendiente de sus hijas y de los
quehaceres del hogar, el cual comenzó a resquebrajarse cuando el padre
se fue a vivir con una de sus alumnas.
La narradora describía a Tunja como una ciudad clerical, mágica y
pecadora. El argumento de la novela era sencillo y a la vez
apasionante. Un oficial del ejército es enviado desde Bogotá a
pacificar un pueblo de la frontera que se ha levantado en armas.
Después de unas cuantas escaramuzas con los rebeldes el oficial es
condecorado con la Cruz de Boyacá por un presidente que en ese momento
de la historia tiene al país sumido en la ignominia. En una recepción
que le hacen en Tunja, conoce a la hija menor del rector de la escuela
de telegrafía y se casa con ella, aún contra la voluntad de sus padres.
El oficial habría podido continuar su vida como cualquier militar en
retiro, gordo y con el pecho repleto de medallas, pero una vez más el
destino le cambia las reglas y es enviado a hacer un curso de
contrainsurgencia en los Estados Unidos y luego continúa como agregado
militar en un país de Europa. Después de varios años en el exterior, el
oficial regresa al país y fija su residencia en Bogotá, "un pueblo
grande que empezaba a despertar hacia la modernidad".
Al terminar de leer el primer capítulo y el desenlace fatal que tuvo su
historia de amor, me quedé pensando en qué terminaría todo esto:
historia, crónica, novela... La mayor parte de los acontecimientos que
narraba habían ocurrido realmente pero la novela era pura ficción.
¿Amanda y la narradora eran la misma persona?
A la semana siguiente la señora Amanda me invitó a su apartamento a un
delicioso cordero al vino y otras viandas exquisitas. Como era un
caluroso domingo de enero en el que todo parecía flotar en una nata de
aburrimiento, acepté encantado.
El almuerzo estuvo matizado con música flamenca y abundantes anécdotas
relacionadas con la vida de Amanda. Después de quedar viuda se había
sentido tan sola que puso un aviso en una revista de corazones y al poco
tiempo recibió una respuesta envidiable: Arcesio, un cubano que vivía
en la frontera con México le prometió casarse con ella. Ciega de amor
vendió todas sus propiedades como él le pedía, consignó el dinero en un
banco y se fue a conocerlo. No era nada más que el cuidandero de un
maizal en una hacienda en la frontera al que le habían dado una escopeta
para espantar las urracas que osaran meter su pico en el cercado. A
estas alturas de su relato yo estaba en ascuas.
—¿Qué pasó después? —le pregunté intrigado.
—El dinero, el honor y la reputación... ¡Todo me lo robó! —se
lamentó. Afortunadamente la suerte jamás la había abandonado y había
vuelto a reorganizar su vida de manera que le quedara tiempo para
escribir.
Después de saborear el postre de almendras me invitó a ver la corrida
de toros que iban a trasmitir por televisión. A mí no me gustaba el
toreo, ni mucho menos que mataran un toro delante de miles de
espectadores sedientos de sangre, en fin. Como no tenía ningún
compromiso pendiente acepté encantado. Paloma nos sirvió más vino y se
retiró a su habitación cantando: "Tu sonrisa, refleja el paso de las
horas negras; tu mirada, la más negra desesperación... Hoy para siempre,
quiero que olvides tus pasadas penas y que tan sólo tenga horas serenas
tu corazón".
El locutor mencionó algunos datos acerca del "miura negro, 500 kilos",
que en ese momento manoteaba la arena del ruedo con ganas de ensartar
en sus cachos a toda esa cuadrilla de asesinos disfrazados de grana y
oro. Levanté la copa y brindé por el toro.
Amanda se recostó en el sofá con una copa de vino en la mano y cruzó
las piernas. Era como si estuviera en una urna de cristal. Daba gusto
mirarla por dentro y por fuera. Unas veces se parecía a una cantante de
ópera y otras a una de las gitanas que inmortalizó Julio Romero de
Torres.
—Los hombres se vuelven locos por la sangre —comentó Amanda.
En el primer lance del picador Amanda se ovilló en el sofá. En el
momento en que el torero clavó la espada en el morro del toro hasta la
empuñadura, lanzó un suspiro de agonías y se tapó los ojos con el ruedo
de la falda. Después no pude seguir mirándola yo como quería, porque
Paloma regresó a la sala. Al ver que el torero salía, no para el
cementerio como yo quería sino por la puerta grande en hombros de la
chusma, con su vocecita de violín me preguntó si ya habían matado al
toro.
—¡Pobre animal! Lo han matado dos veces —le dije.
Para disimular el impacto que le produjo la corrida, Amanda me invitó a
su alcoba para mostrarme los carteles de las grandes temporadas
taurinas que tenía en la pared, la cabeza de un toro, dos banderillas
en forma de X en la cabecera de su cama, un relicario de La Macarena, un
clavel rojo y una foto de Manolete, no desafiando al toro sino a la
muerte. ¡Era conmovedor! Di una mirada envolvente. Por primera vez
estaba conociendo el fondo secreto de las gitanas. El tocador, las
cremas, los espejos del techo, la cama sin tender, unos diminutos
calzones rojos colgados en la ventana...
—¿Dónde dejé la pitillera? -se preguntó para disimular tanto desorden.
—La pitillera la dejó en la sala.
—¡Ve por ella! -me ordenó.
Le obedecí como si fuera su mozo de espadas, pero me sentí incómodo.
Antes me trataba con respeto y ahora que la conocía mejor me pedía le
alcanzara la pitillera. Sólo faltaba que me mandara al supermercado a
traerle cuchillas de afeitar, cigarrillos, jabón de olor, champú,
aceites, perfumes... Cuando regresé con la pitillera, volví a recordarle
que los cigarrillos eran malos para la salud.
—Prueba éste, mijito; me lo trajeron del monte -me ofreció, rozando delicadamente sus manos con las mías.
Fumé. Era mucho más rico que cualquier cosa. La realidad se convertía en
fantasía. La señora Amanda era fantástica. Alta, elegante, voluptuosa y
atrayente como el pecado. No podía creer lo que veía, a la mismísima
María Callas vestida de gitana. Todo lo hacía con tacto y delicadeza. Me
dieron unas ganas tremendas de acariciarle el morro, pero me contuve.
—Si me permite que se lo diga, usted es una dama preciosa y refinada, un sueño para cualquier crío —le dije y continué fumando.
—¡Vivo tan sola! —se quejó haciéndome volver a la realidad.
Quizá lo más triste de esta vida era la soledad. Uno de mis amigos se
había ahorcado por miedo a la soledad; otro se había dado un tiro en el
pecho por una decepción amorosa y otro se había lanzado al vacío desde
la torre de la catedral. Muchas tragedias se habrían podido evitar si al
menos uno solo, entre los millones de seres que vivían en el planeta,
hubiese decidido compartir su vida con alguien. La señora Amanda no era
la única que vivía en medio de la soledad más espantosa:
—Yo también vivo muy solo.
Se arrodilló a mis piés y con sumo cuidado me bajó los pantalones.
Era la cosa más sorprendente que me había ocurrido en toda la vida.
Después de observarlo detenidamente desde todos los ángulos concluyó
como si nunca hubiera visto nada igual:
—¡Lo tienes muy lindo!
A pesar del respeto que le tenía, hice todo lo posible por hacerla feliz y dejé que lo besara todo lo que ella quisiera.
—Cada vez lo tienes más grande —dijo sin soltarlo.
—No mienta, señora Amanda —le dije como si estuviera hablando con el
mecánico de la esquina y no con la viuda de un general de la república.
Olía a pachulí o algo por el estilo. Si el fuego del infierno me iba a
consumir, eso no tenía importancia. Ella era el cielo y el infierno a la
vez, un jardín en llamas, una delicia, fresca y perfumada. La tendí
sobre la cama y poco a poco la fui desnudando.
—¡Qué tetas! —se me ocurrió decirle.
—Tienes un lenguaje de matarife, hijo.
¿Por qué yo era siempre la piedra del escándalo? El efecto era contrario
a mis propósitos. Trataba de ser directo y me equivocaba. Decía la
verdad, pero a todo el mundo le gustaba mentir. Buscaba amor, pero sólo
encontraba migajas. Cierto o no, vivía en una sociedad tan inhumana que
me daba asco formar parte de ella.
—Mejor me voy para misa —le dije.
—Realmente eres de otro mundo —se quejó.
—Es mejor ser de otro mundo y no de éste, tan lleno de soledades -le dije y me volví a vestir.
—¿Necesitas plata, hijito?
—No se preocupe, señora Amanda; yo voy a morir pobre.
—En estos días te llamo, para que hablemos de Balzac y de la comedia humana.
—Ok —le dije y salí con ganas de matar al que se me atravesara por delante.
Amanda vivía de una pensión del Estado, era generosa en todo sentido y
le quedaba tiempo para escribir. Tenía capacidad narrativa, estilo
propio, verismo sin concesiones. Su novela era la más sorprendente que
había leído en los últimos años. Había puesto su vida en cada palabra,
sin importarle un comino que la tildaran de loca. A los cuerdos no les
gusta la verdad. Eso va contra las normas de la sociedad. Vivíamos en un
mundo de normas donde hasta la realidad era anormal. La realidad lo
transformaba todo con un patetismo tan trascendental que las cosas se
volvían intrascendentes.
En mi casa todo funcionaba al revés: el refrigerador calentaba la
sopa, los grifos goteaban, el piso crujía, la puerta no cerraba, los
bombillos se fundían a cada rato, ¿quién iba a hacer posibles mis
sueños? Volví donde la señora Amanda con el rabo entre las piernas.
Paloma me abrió la puerta, vestida con una levantadora tan corta que se
le alcanzaba a ver el angelito que tenía tatuado en las nalgas, el
cabello revuelto y la pintura de los labios corrida. Me dejó en la sala.
Al poco rato Amanda salió de su alcoba abrochándose una levantadora
azul metálico y se desmadejó en el sofá. Puso un cigarrillo en la
pitillera y me preguntó por su novela.
—Me atrapó de principio a fin. Tiene estilo propio, monólogos
insuperables, ambientación estupenda, los personajes están bien
caracterizados, los diálogos, en fin... Debería enviarla al concurso de
novela que organiza la alcaldía.
—Eso no es para mí —dijo dándome a entender que un pinche premio no la
desvelaba. Tenía todo lo necesario para darse todos los lujos que
quisiera. Firmó un cheque por varias cifras y me lo entregó. Yo no sabía
si agradecerle tanta generosidad o decirle que estaba loca. Para
disimular mi sorpresa le hablé de mis proyectos: quería irme del país,
conocer otras gentes, otros rostros.
—La violencia y la falta de oportunidades me tienen desquiciado.
—¿Sabes francés? Tengo una amiga en París que puede servirte —dijo.
—No como debiera.
—Dime cualquier bobada. Al fin de cuentas los idiomas se aprenden con la práctica.
Paloma al vernos hablando como si estuviéramos en París, se acercó
sigilosamente con el plumero en la mano a indagar qué estaba ocurriendo.
Al ver que no era nada importante, se encaramó en un butaco y empezó a
desempolvar la biblioteca. Cerré los ojos para no mirarla, radiante,
olvidada de todo y de mí, pero finalmente la miré. "—¡Ay, Señor, qué
difíciles son tus pruebas!" —pensé. Quise detener la eternidad en ese
instante poniendo los ojos en sus desnudas nalgas de pajarito, pero
justo en ese momento la señora Amanda levantó la mirada y, al ver a
Paloma a punto de emprender vuelo le gritó desplumándole las alas:
—¡Baja de una vez, sinvergüenza!
Pensé que Amanda lo hacía para humillarla delante de mí, pero eso no
podía ser: Paloma era el ángel de la inocencia. Se bajó del butaco y se
fue para su pieza a cantar con entonado acento: "Sufro la inmensa pena
de tu extravío, siento el dolor profundo de tu partida y lloro sin que
sepas del llanto mío..."
Al despedirme, Amanda me regaló La comedia humana con una dedicatoria que sólo años después entendí: "Le français cest la langue des hommes desprit".
Al finalizar noviembre regresé donde Amanda a llevarle un libro de
Rilke que me había prestado, pero esta vez las cosas marcharon de otra
manera. El apartamento olía a sándalo. Sobre una silla olvidada en un
rincón de la sala había unas rosas, tan rojas que parecían sangre.
Paloma estaba empacando los libros de la biblioteca cantando como
siempre, pero esta vez con tristeza: "Yo jamás sufrí, yo jamás lloré/ yo
era muy feliz... pero te encontré... La señora Amanda de rodillas
frente a la chimenea, quemaba, hoja por hoja el mamotreto de su novela.
Deambulé por los cuartos ¿Dónde estaban los rulos de doña Amanda, los
muebles de la sala, los afiches de las temporadas taurinas, la cabeza
del toro disecado, el relicario, las condecoraciones de su difunto
marido, las camas, los calzones de Paloma? Todo olía a ausencia.
Sólo faltaba que vinieran los del trasteo a llevarse el resto, para que
yo quedara huérfano de la ternura maternal de Amanda y de la belleza sin
igual de Paloma.
—¿Por qué está quemando su novela? —le pregunté.
—Está llena de mentiras —dijo sin darle importancia al asunto y
continuó contándome que había cambiado el apartamento por una
hacienda, para olvidar por completo que alguna vez había soñado ser
escritora.
—¿Y Paloma? -le pregunté intrigado.
—Paloma es libre —dijo.
—Todo me parece un sueño —dije y mi voz rebotó en las paredes del
apartamento vacío. Así era mi vida: conseguía las cosas con solo
soñarlas, aunque para hacerlas realidad tenía que luchar contra todo.
Muchos años después supe que Amanda había muerto en una hacienda de la
sabana oyendo el mugir de sus vacas y el trinar de los pájaros y que
Paloma era solista en el coro de la iglesia de Las Angustias.
Sólo Dios sabe cómo hace sus cosas.
Notas
1. Los datos biobibliográficos del autor puede el lector interesado consultarlos en nuestro post del día 28 de abril de 2010.
2. Estos dos cuentos pertenecen a su libro Manzanitas Verdes Al Desayuno (2009). Publicados con la autorización del autor.
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